domingo, 28 de julio de 2013

LA HACIENDA

 II

LAS   PEONADAS








—¡Chapaloooollaaa, chapaloooollaaa…!

Gritaba el tractorista Camilo en medio del bullicio que hacía la máquina cartapila D-8, mientras introducía la filuda cuchilla en el tupido bosque, arrasando y triturando las raíces de los árboles, que lo miraban rebeldes, con sus entrañas salidas de la tierra. Esas raíces parecían arañas gigantes —negruzcas, parduscas, verduscas— que se tornaban con palpitante vida, robustas y pujantes, prestas a saltar sobre Camilo. Cuántas veces las observó moverse como reptiles en la tierra removida, salir por la tupida maleza, golpear con furia la dura máquina o arañar con sus llorosos filamentos sus brazos, sus piernas, su rostro, o quitarle con violencia su amarillento sombrero de junco.

Chapalolla era un púber, casi un niño, que desde muy pequeño se había criado ayudando en el campo a los tractoristas de la Hacienda y preparándoles la comida. Era huérfano de padre y madre. Eran dos hermanos: él se llamaba José y su hermano menor, Segundo, al que decían el Culón.

El Culón también ayudaba en la preparación de la comida para los pensionistas de la Mama Inés. Eran serranos, de arriba, de Ayabaca, y habían bajado a la Hacienda con unos familiares; pero ellos, con su trabajo, se mantenían desde muy pequeños.

El Culón estudiaba primaria en Surpampa y, para ir a la escuela, caminaba unas dos horas todos los días; pero antes de ir tenía que cargar agua del canal y dejar repletos los barriles y las tinajas de la Mama Inés. Todo lo hacía rápido, moviendo con gracia —pero con naturalidad— su abultado trasero; por eso se ganó ese apodo. Los tractoristas se lo pusieron cuando por las noches bajaban a cenar donde la Mama Inés. Cuando le decían Culón, se ponía como un tomate y quería matar al que lo ofendía, mientras todos los pensionistas se reían.

Muchas veces el Culón hacía de mozo y llevaba los platos humeantes de sopa, y al que lo fastidiaba le dejaba caer un poquito de caldo en las manos o en los brazos. Varios tractoristas y peones tenían recuerdos del Culón en los brazos y hasta en la nuca; algunas cicatrices eran grandes pasadas de mano del Culón.

El apodo Chapalolla también fue obra de los tractoristas. José paraba su olla en una cocina improvisada en medio del campo y la llenaba de todos los alimentos que encontraba a mano. Esa olla repleta de frijoles, yuca, zapallo, arroz, verduras… parecía alforja de ciego. La dejaba en preparación y corría a ocuparse de la máquina; entonces los tractoristas le decían:

—Cholo, chapa la olla.

Y José corría a ver si la comida ya estaba, pero regresaba diciendo:

—Falta un poquito, mestro, la yuquita está un poco durita.

Y los tractoristas, con hambre, nuevamente:

—Cholo, chapa la olla, se va a recocinar la comida.

Así fue como José se fue identificando con ese nombre, con esas palabras que se las decían de una sola tirada:

—¡Cholo Chapalolla!

Cuando menos se dieron cuenta, a José se le fue borrando su verdadero nombre para dar paso al de Chapalolla, ya que casi nadie le decía su nombre original, excepto la Mama Inés, que lo quería a él y al Culón como si fuese su propia madre.

—¡Ah, maldito Chapalolla, que no se apura con la comida! Se me retuercen las tripas, tengo una orquesta en la barriga.

—¡Chapaloooollaaaa! ¡Chaaaaaapppaaloooollaaaaa…! —se desgañitaba Camilo.

—¡Acááááá toy! —respondió Chapalolla desde el bosque, bajo un ceibo, donde había acomodado su cocina de campaña y la atizaba con el aire de sus pulmones, resoplando con furia. El sol estaba en lo alto del cielo, y palomas silvestres, por bandadas, surcaban los aires con dirección al río. A pesar del ruido de la máquina, se escuchaba a lo lejos el trino de los pájaros y el persistente picoteo de los carpinteros, que, asustados, observaban a la máquina y a los hombres que habían invadido su territorio.

Chapalolla llegó corriendo donde estaba el maestro tractorista Camilo.

—Mestro, ya está el almuerzo. Tres tórtolas le he chau a la sopa, de las que nos han vendido los pajareros en la mañanita.

—¡Qué pendejo eres, Chapalolla! —dijo Camilo, mostrando su dentadura blanca y perfecta—. Nos vamos a quedar dormidos con tanto alimento.

—Tamién le chau plátano verde, arroz, frijoles… venga a comer calentito, mestro.

—Pera, pa’ dejar en mínima la máquina —respondió alegre el maestro Camilo, poniéndose de pie, dejando ver su gran musculatura y sus hombros cuadrados. Apoyó sus hercúleos brazos en la varilla de fierro que pendía del techo de la máquina, saltó a tierra como felino, aplastando con sus botas mineras la maleza y avanzó a zancadas, triturando la hierba que se oponía a su paso.

—Sírvase, mestro —dijo atento Chapalolla, alcanzándole un gigantesco mate lleno de humeante sopa y un cucharón de palo.

—¡Chucha, qué rico! ¡Cocinas como hembra, mi Chapalollita! —dijo Camilo mientras se metía a la boca una presa de tórtola.

—Mestro, ya viene con pendejadas.

—Si jueras hembra, serías una serrana mamacita, chiquilla bien rica, gordita, rosadita, la bandida —le decía Camilo mientras trataba de cogerle los cachetes con sus toscas manos.

—¡Ya, mestro! —se molestó más Chapalolla, poniéndose de pie y yéndose a otra ceiba que le daba sombra—. Mire que hay bastante piedra fina.

—Cojudo, si te agarro no te dejo ni una pluma. Ninguna hembra se me ha escapau. ¿Quién te puede defender en estas soledades?

—Por eso no me gusta venir a trabajar con usté. Mejor me hubiera ido al Tutumo con el mestro Jefe Seminario.

—¡No, mi Chapalollita, mi cholito lindo! Cocinas bien rico. Ese chino e’ mierda que le ayuda a Seminario cocina pa’ perros. La vez pasada le metió camote a la sopa, pua que me hizo tragar sopa dulce con plátano salau, todo entreverau, parecía un vomitau.

—Eh… mestro, escuche —dijo Chapalolla, mientras con su índice señalaba el bosque, por donde la angosta carretera se divisaba.

—¿Qué? —dijo Camilo mirando hacia la carretera.

—Viene carro, mestro, es el lan rover de don Rubencito.

—Ah, Rubencito… seguro que trae combustible —dijo Camilo.

Don Rubencito, así lo llamaban cariñosamente al chofer de la Hacienda. Era un noble hombre que, en su juventud, había sido camionero rutero de la costa del Perú: de Tumbes a Tacna traficaba. Era trigueño, alto y fuerte; de nariz aguileña, pelo ondulado, largos brazos y dedos gigantescos; simpático, de hablar pausado y mirada serena. Era servicial como ninguno, poco se molestaba y casi no conocía la enfermedad. Tan puntual en el trabajo como el sol de cada día, y a pesar de su hercúlea figura, jamás le gustaba la pelea. Eso sí, era un justiciero infatigable de los débiles.

Eran esas dotes las que hacían que la gente lo quisiera, principalmente las mujeres, a quienes trataba con caballerosidad y galantería.

Esta cualidad de imán con el género femenino era una virtud, pero a la vez su principal debilidad. Tenía muchos hijos en Piura y otros en Sullana. Su esposa Juana, de Piura, le cobraba la quincena, pero esta ya estaba dividida en dos partes: la mayor, para la señora de Piura; la otra, para la de Sullana. La Hacienda le pagaba la alimentación, y hacía cien oficios fuera de su jornada laboral para tener unos centavos en el bolsillo. Sus máximos ingresos provenían de la cría de gallos de pelea, de pollos finos que desde la madrugada atendía amorosamente.

—¿Qué tal, muchachos? —saludó don Rubencito afectuosamente, alcanzando a Chapalolla una mano de plátanos maduros.

—Bien, don Rubencito —respondieron.

—Les traigo la grasa, el aceite y el petróleo.

—¡Espera, no bajes todavía! Ven, Rubencito, sírvete… mira lo que me ha cocinau mi mujer —dijo Camilo riéndose.

—¡Ya, mestro! ¡Qué dirá don Rubencito! —se quejó Chapalolla.

—Cojú, si don Rubencito es más pendejo con esa carita que tiene. ¿Qué dice la Guillermina, la mona colorada?

Y don Rubencito solo lo miró serio y movió la cabeza. La Guillermina era una hermosa mujer ecuatoriana que todos los jueves por la noche venía de Macará a ver a don Rubencito. Era una mujer de unos treinta años, redonda, serrana, colorada, de largos cabellos castaños que se trenzaba en un moño; de ojos claros y nariz recta, de cuerpo parejo, piernas rellenas, caderas abultadas y exquisitos senos. Cuántos hombres en la Hacienda la deseaban: los capataces y mayorales, los empleados y aduaneros, los militares y los guardias, los comerciantes de las tiendas grandes y los dueños de ganado. Pero ella prefería a don Rubencito, que tiernamente la trataba y la amaba en medio del campo, a la luz de la blanca luna.

Y don Rubencito seguía moviendo la cabeza y saboreando la rica sopa preparada por Chapalolla, mientras Camilo soltaba la risotada, dejando ver dentro de su enorme boca el arroz masticado y las presas trituradas.

—¡Ya, muchachos, a trabajar! —dijo don Rubencito poniéndose serio—. Vamos a bajar las cosas, y para ayudarte a engrasar, Camilo.

—Ya, Rubencito, porque Chapalolla es una madre engrasando.

—Ya no moleste, don Camilo, que con don Rubencito siempre aprendo.

—Allí sí tienes razón, Chapalolla —dijo Camilo—. Rubencito es un pendejo con las hembras, pero en el trabajo es una yunta. Vamos a ayudarle, güevos rajaos.

—Ahora estuve en el Tutumo —dijo don Rubencito—, con el Jefe Seminario y con el Chinito. Engrasé el otro D-8 y lo dejé como el cuete. Pucha, que el Chinito se fue de alivio, porque sabrás que a Miguel le gusta todo en regla.

—El Jefe Miguel Seminario es un chucha —dijo Camilo—. Cuando le entran los nervios, se desconoce él mismo. Es un serrano de coco y caña; pero es bien derecho. Con él nayde viene con pendejadas. La vez pasada granputeó al propio ingeniero Núñez, chucha, que entre serranos se agarraron; pero Núñez lo respeta. Quien le tiembla es la mula Morey, ni se le acerca. Cuando le toca controlarlo, se hace el disimulau y mejor manda a otro. El Jefe se las ha jurau delante de la gente, allá en la entrada del pueblo, donde la Mama Ramona. Yo estuve allí ese domingo. El Jefe se enteró que la mula le había pegau a don Abelito…al viejo lampero, que pa’ colmo anda achacoso, ¡puta que el Jefe empezó a echar espuma por la boca de la cólera! En eso pasa la “mula” Morey, bien orondo, montado en su mula colorada, más cuando el Jefe ya se había aventado su cañazo. Cuando lo vio, se salió del rancho de la mama Ramona a pampa limpia.
—¡Ven, mula, abusa conmigo, mierda hija’e perra! —le gritó.

Aventó pa’llá su reloj, ese que tiene pa’ controlar las horas extras, y también la camisa. Los ojos se le salían de furia. El mayoral se paró en seco; su mula colorada se movía retrechera. El Jefe, sin camisa, pelado, ya lo topaba, cuando Morey soltó las riendas del animal y salió corriendo despavorido como si lo persiguiera el diablo, sin chistar palabra.

El Jefe lo siguió a carrera abierta. La mula del mayoral corría con el rabo entre las patas, como perra cobarde; parecía que se había contagiado del miedo de su dueño. El Jefe corría como loco detrás del trasero de la mula, gritando ajos y mierdas. El animal metía más el rabo entre las patas, como si el Jefe le fuera a hacer algo. Morey hundía las espuelas en el lomo del animal, haciéndolo rechinar y ganar terreno.

Se armó un alboroto de los mil demonios. Muchos piones salieron de sus covachas y le gritaban lisuras al mayoral. Unos negros y cholos de los canchones, a lo lejos, se arremangaban las camisas, queriendo pelea, y avivaban al Jefe, que se quedó en medio del pueblo, acezando como burro, mientras Morey huía hacia la casa-hacienda, donde estaba la oficina, y se metió como rata en su guarida.

Todos pensaron que se iba a quejar en la oficina, pero nada hizo. La “mula” Morey no se quejó porque el Jefe le advirtió:
—Si me denuncias, perro sarnoso, te mato.

Y el Jefe cumple su palabra; ya lo conocemos, que es capaz de todo.

—Sí, es capaz de todo —respondió don Rubencito—. Hoy estuve con él y está molesto por las miserias que paga la Hacienda, por lo mucho que sufre la gente con sus crías. Me contó sus experiencias con los obreros de Chimbote: “Esos sí que son bien machos”, me dijo. También recordó a los cañeros de Casa Grande, allí aprendió a pelear con la fuerza de la organización.

El Jefe sabe lo que es lucha, pero quiere gente, la mayoría. “Con pocos nos quemamos, es una cojudez”, dijo. Pero a veces, al ver tantos abusos, no se contiene y quiere arreglarlo todo a puñetazos y patadas. ¿Quién puede decirle algo, si defiende lo justo? En el trabajo es un tubo: ha derribado casi la mitad del bosque de la parte del río desde que vino; es el tractorista más antiguo, un verdadero maestro.

Recuerdo la última movida que hicieron los trabajadores de la Hacienda; él fue nuestro representante. Yo lo vi reclamarle al viejo patrón don Felipe sin chuparse. El viejo lo miraba con respeto, y los oficinistas, asustados. Hubieran visto a Morán, con la boca abierta, mirándolo desde sus libros contables. El Jefe, cuando llegó al punto, levantó más la voz:

—Aquí nos morimos, don Felipe. La gente está enferma; se mueren por montones los hijos de los peones y la Hacienda jamás nos ayuda. No hay enfermería, sólo un sanitario militar más bruto que las mulas, que trata con desprecio a nuestra gente.

El jornal que nos paga es tan miserable que la gente vive endeudada, enganchada a la Hacienda y a las tiendas grandes, a pesar de que nos sacamos el ancho todo el santo día, gastando nuestras míseras energías. Por eso los trabajadores se tuberculizan, y muchos peones andan debocando sangre por los rozos y los canchones.

Nuestras viviendas son barracas, covachas; no son dignas del ser humano. Nuestros hijos no tienen colegio y tienen que ir a aprender unas letras caminando horas a Surpampa, Chirinos, Suyo y hasta al mismo Macará, en Ecuador, ¡a otro país!

No tenemos ni una mejora, y así van pasando los años, envejeciendo prematuramente...

—Calma, calma, Miguel —le interrumpió don Felipe—. Sabes… te voy a hacer una proposición, y tú eres un hombre inteligente. Mira, te voy a dar a ti un aumento especial, el doble de lo que estás ganando, y si te portas bien, un regalito de los que sabe hacer el tío Felipe… Y esto lo hago porque creo que eres familia de mi esposa.

—¡No, don Felipe! —gritó el Jefe—. Yo soy Seminario de otra rama, y no quiero aumento para mí solito, sino para todos mis compañeros. Estoy aquí en representación de todos. ¡Y esas propuestas hágaselas a los puercos!






  Pucha, al viejo casi le da un ataque —continuó don Rubencito—. Se puso furioso y quiso darle miedo al Jefe, pero éste lo miraba fijamente, con ojos de fuego. Cuando don Felipe levantó su rechoncho cuerpo de sapo y se acercó a Miguel, le asustaron los ojos brillosos de candela que tenía, que seguro le quemaban el alma cochina. El patrón empezó a tiritar y a lagrimear del ojo derecho; quiso gritar, pero estaba como paralizado. Se miraron cara a cara un buen rato, y luego, resoplando, el viejo tomó aliento y le salió un grito tan feo como si lo hubiera dicho dentro de una tinaja:

—¡Carajo, nuay aumento pa’ nadie!

Y el Jefe respondió enseguida, con voz potente:

—¡Si el sábado no sale aumento para todos los trabajadores, el lunes no trabaja nadie en la Hacienda! ¡Ese es el acuerdo, don Felipe!

Pucha, el viejo se quedó pensando un rato y luego replicó:

—¿Acuerdo de quién?

—¡De los trabajadores! —respondió el Jefe Seminario.

—¿De los tractoristas? —interrogó don Felipe.

—No —dijo el Jefe—, de todos: los jornaleros, los tractoristas, los peones y también las contratas.

—¡Que también esos negros y cholos de mierda, que por piedad les he dado trabajo en la Hacienda! —gritó don Felipe.

—Así es —asintió el Jefe—, son trabajadores también de la Hacienda.

—¡Para mí son perros, que en cualquier momento los despido; no pertenecen a la Hacienda!

—Están produciendo más que los peones de la Hacienda, don Felipe; es justo que también se les aumente.

La oficina estaba hecha un fuego y el Jefe, con la mecha prendida. Los oficinistas Salazar, Washington y Morán habían dejado de trabajar; estaban asustados y escuchaban atentos la discusión. Don Felipe acezaba; sufre del corazón. Cuando miró directamente, en medio del silencio, a los oficinistas sentados como estacas, gritó:

—¡Carajo! ¿Y ustedes por qué se quedan paralizados? ¡Trabajen, chismosos de mierda!

A Morán le faltaban manos para escribir en los libros, y a Salazar y Washington, dedos para continuar en la máquina. Don Felipe regresó a su butaca con pasos cansinos. Había llegado de Piura la noche anterior; era martes, y había venido por tres días a inspeccionar la siembra y otros trabajos de la Hacienda. El ingeniero Núñez estaba repartiendo órdenes a los mayorales fuera de la oficina, y luego teníamos que llevar al campo al viejo en el land rover para que vea el avance con sus propios ojos.

—Ya sabe nuestra decisión, don Felipe —dijo valientemente el Jefe Seminario, rompiendo el silencio.

—Está bien —dijo el viejo, más calmado—, voy a pensarlo. Vete, por favor; no me agites a la gente.

—La miseria y el abandono son los que agitan, don Felipe. Recuérdelo.

Y el Jefe Seminario se fue con pasos firmes, poniéndose su gigantesco sombrero blanco dominguero. El viejo lo miró bajar la loma de la oficina, con sus largas zancadas y su andar gallardo, como quien ha vencido un duelo. Sentado en su butaca, las sienes le latían y el corazón se le quería salir por la boca. Pidió agua azucarada; los oficinistas se pelearon por alcanzársela. Luego, de tomar lentamente su agüita, se puso a pensar, mientras los oficinistas trabajaban como ningún día. En eso, como acordándose de algo, mandó a llamar al ingeniero Núñez.

Éste vino casi corriendo y se cuadró ante don Felipe. El viejo, a boca de jarro, le preguntó:

—Oye, Jorge, ¿tú conoces bien a la gente?

—Sí, don Felipe —respondió—. Recuerde que me he criado con campesinos en la hacienda Yanchalá.

El viejo movía la cabeza afirmativamente.

—¿Conoces bien a ese serrano piquiento de Miguel Seminario?

—Sí, don Felipe, lo conozco bien. Él es muy antiguo; con él empezamos a derribar el bosque. Es piurano. Usted también lo conoce.

—Sí lo conozco, pero no en esta faceta de representante de los trabajadores. Me ha sorprendido —dijo el viejo patrón.

Don Felipe seguía moviendo la cabeza, y a veces no se sabía si era de aprobación o de amenaza.

—Entonces —dijo el gamonal—, tenemos que conversar sobre unos problemas que me ha planteado ese serrano malnacido. Ha venido aquí como delegado de los trabajadores.

—Sí —dijo el ingeniero—, conozco bien esos problemas, sus reuniones y lo que piensan hacer...

—¿Cómo? ¿Usted sabía y no me ha informado? —dijo el viejo, encolerizándose.

—En su debida oportunidad se lo iba a comunicar, señor —respondió humildemente el ingeniero—. Si usted recién ha llegado.

—Tienes razón, pero me hubieras advertido para estar preparado.

—Sí, señor, pero estaba ocupado dando órdenes a los mayorales y no vi cuándo subió Seminario.

—Vamos a conversar tú y yo para ver cómo solucionamos el problema. Aquí no, ves a esta gente chismosa —dijo el viejo, pasando la mirada por los oficinistas. También a mí me plantó la mirada; yo estaba facturando lo que había traído a la Hacienda—. ¡Ya, Rubén, termina y prepara la camioneta que vamos a salir al campo! —me dijo.

Luego el viejo y el ingeniero se encerraron en el departamento. A los oficinistas les volvió el alma al cuerpo; tan pronto desapareció el viejo, se relajaron y comenzaron a maldecirlo.

Don Rubencito contaba a Camilo y a Chapalolla lo sucedido tiempo atrás, mientras engrasaba el D-8, tumbado en la maleza. Un copioso sudor bañaba su cuerpo y su rostro. Camilo y Chapalolla, en verdad, eran sus ayudantes, ya que don Rubencito conocía bien ese trabajo y lo hacía con maestría y rapidez desde sus tiempos de camionero.

—¿Y qué pasó luego, Rubencito, le aumentaron el salario a la gente? —interrogó Camilo.

—La Hacienda nos hizo una jugarreta. En Piura me enteré bien de la vaina. Yo tenía el dato para pasarle la voz al Jefe Seminario, que es mi collera, pero me enviaron con la plata de la planilla el mismo sábado; a la gente le pagaron en la madrugada del domingo.

—¿Pero cómo fue la jugada? —preguntó impaciente Camilo, sacudiéndose la ropa sudorosa.

—Fue así —dijo don Rubencito, limpiándose las manos con una franela roja y negruzca de tanto uso—: el mismo ingeniero Núñez me lo contó tiempo después. En la reunión que tuvo con don Felipe, acordaron dar un aumento conforme al acuerdo de los trabajadores, es decir, el 10%. El ingeniero convenció al viejo de que, si no se aumentaba a todos, se iba a desatar una huelga general. Le dio un poco el lado a la gente, y tenía razón, porque todos reclamamos. El aumento no era grande, pero sí regular. El ingeniero le prometió mayor producción de arroz y plátano, superior al año anterior. El viejo se entusiasmó: “Más cabezas de ganado en las invernas, don Felipe”, y al patrón le brillaban los ojos.

Pero el viejo tenía el prejuicio de que ese aumento iba a mermar su autoridad y que los trabajadores iban a pedir aumentos cada cierto tiempo, amenazando con la “maldita huelga”. El ingeniero le respondió que conocía bien a su gente, que eran campesinos tranquilos y, por el contrario, con el aumento trabajarían mejor y rendirían más. Entonces acordaron aumentar a los tractoristas, a los peones, a los piareros, a los cuadrilleros y, lo que es más, a las contratas, que son un montón.

El viejo, después de la reunión, quedó tranquilo. Inspeccionó el molino, los rozos de arroz, los plátanos, y dio vuelta por las invernas, donde estaban las nuevas cabezas de ganado que había traído del extranjero. También se dio una vuelta por el bosque, donde el Jefe Seminario estaba preparando nuevas tierras de cultivo, pero no se entrevistó con él. Vio su trabajo y le pareció bueno.

El problema vino cuando regresamos a Piura y el viejo le comunicó el acuerdo al administrador de la Hacienda, Julio Domínguez. El pelado Domínguez saltó de su asiento. Me lo contaron mis causas de la oficina de Piura, Estrada y Recarte, con pelos y señales del diálogo que se dio:

—Pero, don Felipe, ¿qué ha hecho? ¿Sabe lo que significa un aumento de esa magnitud para todos los trabajadores de la Hacienda?

Y el administrador comenzó a sacar cuentas. Como a la hora daba cifras. El pelado, sudoroso, explicaba en un cuadro con números bien grandes para que el viejo entendiera.

—Pero yo he dado mi palabra, Julio.

—¿Con quién se ha comprometido, don Felipe?

—Con el ingeniero Núñez, y este con los trabajadores.

—Pero usted, en persona, no se ha comprometido con los trabajadores; además, el ingeniero es hombre de su confianza, bastará con llamarlo por radio.

—¿Y si hacen huelga los trabajadores? —replicó don Felipe, preocupado.

—¿Cómo está la situación en la Hacienda, don Felipe? —interrogó el administrador, escudriñando con sus pequeños ojillos al dueño.

—Está de candela. Todos están unidos. Me lo ha dicho su representante, Miguel Seminario, y me lo ha confirmado el ingeniero Núñez.

—Le han exagerado, don Felipe. ¿Usted cree que esos cholos de Catacaos y esos negros morropanos van a hacer algo si no les aumentamos? ¿Qué pueden hacer esos indios ignorantes de la Hacienda? ¿No recuerda que están cercados por el Ejército y la Policía?

—Pero ya han hecho revueltas, Julio. ¿No recuerdas esos levantamientos de esos indios lugareños por sus tierras? ¿No te acuerdas de las movidas que hicieron el indio Tomás Quesquén y el cholo hijo de perra de Benigno Riofrío?ç

—Pero los sofocamos y les dimos su escarmiento, don Felipe.

—Pero ya no quiero más problemas, Julio. Tenemos casi dominado todo ese territorio. Tú bien sabes de nuestras jugadas con esas tierras...

—Pero, don Felipe, se me mueve todo el presupuesto y significa menor margen de utilidad; y lo que queremos es aumentar las ganancias, crecer para extendernos más. Necesitamos la instalación de un nuevo molino en Las Lomas, comprar más ganado fino para el cruce, más maquinaria moderna, más semillas de calidad, más abonos...

—Pero el ingeniero Núñez me ha dicho que habrá más producción y más ganancia si les aumentamos el 10 % a todos los trabajadores de la Hacienda.

—¡Don Felipe! ¿Qué sabe ese serrano, si con las justas ha terminado con favores en la Agraria? No sabe nada de administración ni de contabilidad.

—Lo hubieran visto —dijo don Rubencito, enojado—, a ese pelado Domínguez desgraciado, argumentar y decir tantas cosas que yo no entendía bien. Usaba unas palabras raras, técnicas, que ni el propio don Felipe las entendía; y cuando le hablaba así, el viejo le decía:

—Explícate bien, que te entienda, canta claro.

Ya habían concluido de engrasar el D-8 y ahora se prestaban a bajar el petróleo, que en cilindros trasladaba el land rover del grifo de la Hacienda al campo, donde el hombre y la máquina desaparecían los bosques frondosos.

—Total, ¿qué acordaron el pelado Domínguez y don Felipe?

 —preguntó Camilo, en plena faena.

—Después de discutir un par de horas, don Felipe estaba casi convencido, y le dijo al administrador que había que encontrar una solución inteligente que favoreciera a sus intereses.

—El serrano Núñez me ha aconsejado mal. Tú eres mi hombre de confianza, Julio; búscate una solución efectiva, con tal de que no haya peligro de que esos indios, cholos y negros paralicen las labores de la Hacienda. Considérales un aumento mínimo —dijo el viejo patrón.

—¡Ya, don Felipe, ya tengo la solución! —dijo el administrador al rato.

—¿Sí? ¿Cuál es, Julio?

—Sencillo —dijo el administrador, pasándose sus delicadas y afeminadas manos por la cabeza pelada y luego cogiendo la sumadora—. Mire, vamos a considerar la tercera parte del aumento que usted se había comprometido, pero sólo a los trabajadores de planta, los estables; para las contratas, ni un centavo.

—¿Está bien eso, Julio? —interrogó el propietario.

—Aquí vamos a matar dos pájaros de un solo tiro, don Felipe.

—Explícate —dijo el terrateniente, inquietándose.

—Primer pájaro —dijo seriamente el administrador—: al no aumentar a los contratados, nos vamos a ahorrar un buen dinero que nos servirá para comprar semillas y abonos de primera; esa es una buena inversión. Segundo pájaro, y mucho ojo, don Felipe: vamos a dividir a los trabajadores de la Hacienda, a los estables y a los contratados, que según parece quieren unirse para hacernos la guerra. Al darles esos centavos a los estables, no van a querer saber nada con esos cholos y negros de las contratas, que pretenden hacernos problemas. Con esa medida los vamos a dividir...

—Me parece una medida acertada, Julio —asintió don Felipe, poniendo en su rostro una expresión cómplice, como cuando quiere hacer una negra jugada.

—Pero hay que tomar otras medidas, don Felipe.

—Tienes carta libre, Julio, para que tomes todas las medidas pertinentes, pero me gustaría saberlas. ¿Cuáles serían?

—Sí, don Felipe. En principio, este acuerdo no hay que comunicárselo al ingeniero Núñez. A este ingenierito me parece que se lo está ganando la indiada y lo traiciona su corazoncito... Está bien para que trabaje en el campo, para lo que ha sido medio formado, pero para mandar gente es un blandengue, un güango, no sirve.

—Así me parece, Julio. Pero vieras cómo hace florecer esos campos con su mano maestra...

—No es para tanto —replicó el pelado Domínguez con su rostro envidioso—; es por nuestra dirección diaria que le damos por radio. Si le faltara, no sabría qué hacer...

—¿Qué otra medida implementaremos, Julio? —interrumpió el dueño.

—Ah, llamaremos a todos los responsables contratistas y les advertiremos que cuiden a su gente, que no se amotinen. Que al menor desorden les rescindimos el contrato y no les reconoceremos el pago de la última quincena. Pues sabrá usted que siempre en los pagos vamos arrastrando una quincena, es decir, nunca estamos al día con los pagos a los trabajadores, ya que éstos tienen que trabajar la quincena para recién pagarles, y si se portan mal, corren el riesgo de que no les paguemos.

—Qué bien, Julio, hay que ser precavidos con esos salvajes

 —dijo el terrateniente, contento, celebrando la medida del administrador.

—Otra medida será poner al tanto al Ejército y a la Policía de los movimientos de esos zarrapastrosos. A esos señores les hemos hecho demasiados favores y hace tiempo que no nos dan un buen dato. ¡Cuánto arroz, plátano y ganado para la tropa les damos, y cuántos viáticos! Los jefes de antes eran mejores; ahora estos se han dedicado al contrabando y a la pasta. En esta medida, don Felipe, hay que considerar echarle el guante y, si es necesario, ajustar las clavijas a ese Miguel Seminario y demás rebeldes que están levantando a la indiada.

—Claro, claro —asintió don Felipe.

—Ah, otra medida, don Felipe, es que Rubén lleve el pago de la quincena hasta el sábado por la tarde, para que paguen al personal estable con su respectivo aumentito la madrugada del domingo, y a la contrata le paguen el domingo por la mañana, sin ningún céntimo de aumento.

—Muy bien, Julio, te aplaudo; es buena medida.

—Y por último —dijo el pelado Domínguez— hay que estar al tanto de la situación, que por radio nos informen de todo lo que ocurre en la Hacienda.

—Eso es, Julio, hay que preverlo todo —manifestó el terrateniente, ya sereno y contento, recostando su rechoncha humanidad en su silla giratoria.

(Próximamente: Segunda mitad de Las Peonadas)

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