lunes, 20 de mayo de 2013

LOS CANCHONES




LOS CANCHONES (Parte 1)

Los Canchones es el primer capítulo de mi novela La Hacienda (inédita). Solamente he publicado esta parte en 1981.

Les relataré brevemente mi experiencia para concebir esta novela estructurada en diez capítulos.

Por los años sesenta del siglo pasado, mi padre ingresó a trabajar como chofer en la Hacienda La Tina, ubicada en el distrito de Suyo, provincia de Ayabaca (serranía piurana).

Al principio, mi padre me llevaba en vacaciones escolares de paseo a la Hacienda, pero en diciembre de 1967, cuando había terminado la primaria, me llevó esta vez a trabajar. Tenía que costearme mis libros y uniformes, pues ingresaría a primero de secundaria en el colegio San Miguel de Piura.

Mi primer trabajo, con trece años, en la Hacienda La Tina, fue apuntar a los arrieros, dueños de las piaras de burros que trasladaban el arroz en cáscara desde los sembríos hacia los tendales, donde se secaba el arroz para luego pasar a las bodegas del inmenso molino de la Hacienda. 

En los sucesivos años, durante las vacaciones escolares, trabajé en varios oficios: como peón revolviendo arroz en los tendales, como almacenero, como proveedor de combustibles a los vehículos y como operario del molino de arroz.

En todos esos años fui tomando notas sobre el escenario geográfico, sobre la situación de los trabajadores; fui viendo personajes, acontecimientos y anécdotas que ocurrían. Tenía plena conciencia de que escribiría una novela sobre la Hacienda. 

Para ese entonces, era asiduo lector del poeta universal César Vallejo y de los novelistas indigenistas Ciro Alegría y José María Arguedas, así como de los narradores latinoamericanos Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa.

La situación laboral en la Hacienda era tensa: se pagaban míseros salarios tanto a los trabajadores estables como, peor aún, a los contratados, llamados por la Hacienda “contratas”, que llegaban de sitios lejanos. Unos venían de la comunidad de Catacaos y otros de las haciendas del Alto Piura. A estos trabajadores, que llegaban por centenares durante las campañas de arroz, la Hacienda La Dina les daba como hospedaje unos barracones miserables, llamados “Canchones”, donde vivían como animales.

Trabajé en la Hacienda La Tina hasta el verano de 1972, pues en 1973 la Hacienda fue tomada por sus trabajadores. Para ese entonces yo era estudiante de secundaria nocturna en el colegio Miguel Cortés (Castilla). Era una gran oportunidad para mi novela, que venía escribiendo, y viajé de Piura hacia la Hacienda La Dina. 

Cuando llegué a Suyo, a 20 kilómetros de la Hacienda, todos los accesos para vehículos estaban cortados por los militares. Conocía un acceso directo por el Puente Internacional que une Ecuador y Perú. Me dirigí hacia el puente, donde sí había movilidad, y desde allí había que caminar por una zona tupida de vegetación hasta llegar a los sembríos y la arboleda de la Hacienda. Había hecho este camino con mis amigos adolescentes lugareños muchas veces cuando íbamos a Macará (Ecuador) de compras o de paseo.

Llegué a la Hacienda al anochecer y vi un panorama de guerra. Había decenas de barricadas alumbradas con fogatas, centenares de cilindros vacíos, cerros de llantas viejas, montones de árboles cortados para reforzar las trincheras. Cuando comencé a saludar a la gente que conocía —la mayoría—, me estrecharon la mano y me abrazaron. 

Me preguntaron si en la ciudad de Piura se sabía de la toma de la Hacienda. Yo les conté lo que sabía. Cuando menos lo pensé, tenía a muchísima gente a mi alrededor con fogatas en las manos dando vivas y hurras por la toma. En medio de la algarabía, se presentaron varios militares y quisieron detenerme, llevarme a su puesto de mando; pero la gente se puso a mi lado defendiéndome con sólidos argumentos. 

Me enteré de que los militares estaban cuidando el orden, no para reprimir la toma. Eso sí, examinaron mi pequeño bolso: solo tenía libros de poesía, novelas y un cuaderno de apuntes. Me pidieron que me retirara ya que no era trabajador estable de la Hacienda. Les respondí que había venido solo a saludar a mis amigos y que estaría unos días nada más. Entonces, desde la masa, alguien gritó:

 —¿Para qué hemos tomado la Hacienda, para que sigan mandando los milicos?

 La gente respondió:

 —¡Ya dejen al muchacho, es estudiante, es de confianza!
 —¡Sí, sí, sí! ¡Déjenlo! —corearon.
Un militar, que parecía de mayor graduación, se acercó y me dijo en voz baja:





—Ya ve, está generando desorden, por favor, váyase.
 Yo le respondí:

 —Me voy pasado mañana, señor.

 Los trabajadores gritaron:

 —¡Que Nico se quede con nosotros, es de los nuestros!
 Y de lejos otro gritó:

 —¡Que ningún milico de mierda lo toque!

 —¡Sí! —repitieron muchos—. ¡Él ha trabajado de peón con nosotros!

El militar me miró perplejo; vi relampaguear las luces de las fogatas en sus ojos asustados. Le volví a decir:

 —Señor, pasado mañana me voy, no se preocupe.

 —Está bien, joven —me respondió—. Confío en su palabra.

 Y se marchó con su comitiva.

Estuve dos días en los campamentos de los amotinados y dos más en el caserío de La Tina. Nunca olvidaré ese momento de apoyo generoso que me dieron los trabajadores de la Hacienda cuando yo era un tierno e ingenuo adolescente.

En síntesis, el capítulo I, Los Canchones, hace una referencia panorámica a la Hacienda La Dina y a los “Canchones”, barracas sombrías e infrahumanas donde vivían las “contratas”, reflejo del grado de explotación gamonalista en el norte del Perú durante la segunda mitad del siglo XX.

Por su íntima ligazón con los trabajadores que los habitaban —las “contratas” y demás peonadas lugareñas de la Hacienda—, publicaré también el capítulo II (inédito), que lleva por título Las Peonadas (en dos entregas).

A continuación, leerán la primera mitad del capítulo I, Los Canchones, con ilustraciones de mi querido amigo y compañero, el extraordinario artista Martín Vite Bautista.
 La otra mitad se las entregaré dentro de cuatro semanas.







LOS   CANCHONES




I

Los camiones llegaban cargados de humanos, sus rostros curtidos, sombreros de junco, con camisas y pantalones limpios, aunque llenos de remiendos. Los campesinos del Bajo Piura descendían del carro. Con movimientos vivaces y haciendo mil picardías, ponían pie en nuevas tierras.

De inmediato, decenas de niños les hacían ronda, mirando extrañados a los recién llegados. El bullicio de los forasteros se hacía mayor. Sus miradas se fijaban en los cerros donde el sol se perdía como moneda en alcancía, generando un resplandor rojizo que los extasiaba. 

Encantados, vieron en la planicie los campos arados de rectas infinitas que el hombre y las máquinas habían trazado como con escuadra. Al costado, el bosque, en actitud contrita, resplandecía lozano y, por entre sus entrañas, el río bajaba cantando alegremente, jugando con las piedras y el barro.

 Más allá del río, perdida entre la arboleda, blanqueaba una ciudad. ¡Era otro país! ¡Qué distante y cerquita parecía!

Volvieron sus miradas y vieron las casuchas macilentas, que contrastaban grandemente con la Casa Hacienda, que se levantaba desafiante como puñalada, clavada en el corazón del feudo. 

Era invierno, la tarde agonizaba, y unos viejos achacosos que se quejaban en sus covachas corearon:
 —¡Llegaron las contratas!


II

Llegaban en época de siembra. Venían contratados desde muy lejos. Del Alto y del Bajo Piura era el mayor contingente. Zambos los unos, lacios los otros, no se podían confundir.

 Cuando pasaba un camión de contratados, a los campesinos lugareños les bastaba ver a uno como seña para identificarlos. Si era zambo, decían: “¡Negros morropanos!”. Si era lacio, gritaban: “¡Cholos catacaos!”. Así, dos culturas arcaicas concurrían en la Hacienda con un destino común.

Eran verdaderos parias del campo. Los que venían de Catacaos eran comuneros muy pobres, con pocas tierras o sin ellas, que sofocados por la miseria eran forzados a "golondrinear" gran parte del año. La comunidad parcelada y diferenciada cada día más no les podía garantizar la vida; pero en ellos latían los viejos lazos comunitarios, la alegría y la solidaridad. 

Los que llegaban del Alto Piura venían de un sistema diferente: eran siervos “libertos” escapados del abominable sistema feudal. Con qué odio recordaban a los Seminario, a los Reushe, a los Checa, a los Sheffer, a los Leones y a sus verdugos. Varios de ellos eran perseguidos para que regresaran al antiguo feudo, pero eran atrapados por las filudas garras de la nueva Hacienda que los enganchaba.

 Otros de sus hermanos regresaban a sus reductos miserables a escurrir las dolorosas ubres de la madre tierra y a seguir con el yugo el bozal. ¡Qué grandiosa y triste es su historia, desde sus antepasados negros del lejano continente! ¡Qué inmensidad la de sus ojos, que parecían reflejar dos aspectos contrarios de su vida, la dolorosa tristeza del pasado y la profunda fe en el porvenir!

Los contratistas eran bárbaros enganchadores. Iban por los polvorientos campos cazando a las parias, ya jóvenes fuertes, ya adultos robustos de todas las edades. Se daban el lujo de seleccionar. Cuando algún pobre se le acercaba y decía: “Ñor trabajito”, el enganchador lo miraba de arriba abajo despectivamente y le contestaba:

 —¡Estás esqueleto, no me sirves!

Reunidos los hombres más fuertes y diestros, les daban unos centavos de adelanto y los acuñaban como objetos en el camión. Las mujeres se quedaban en las puertas de sus chozas sollozando, despidiéndose con una mano en alto, mientras con la otra cogían a sus crías que lloraban amargamente.

Eran los contratistas verdaderos viejos negreros. Los Sánchez y los Chunga hacían maravillas por el Bajo Piura, mientras que los Flores y los Cobeñas hacían lo suyo por el Alto Piura. Como hombres de confianza de la Hacienda, se preocupaban por llevar los mejores brazos. Cómo se golpeaban el pecho de “su gente”, pues la mayor tajada del contrato era para ellos. 

La jornada de trabajo que hacía la “contrata” era por tarea. De ahí que el enganchador se las ingeniaba para meter cizaña entre “su gente” y hacerla intensificar su labor, o crear artificialmente contradicciones para que compitan en el trabajo.

Los mayorales de la Hacienda maltrataban a las peonadas, sacándoles en cara el rendimiento de la “contrata”:

 —¡Qué lindos cholos, qué lindos zambos cómo avanzan y no se cansan y ustedes son unos lerdos de mierda …! —gritaba la “mula” Morey, jefe de los capataces de la Hacienda.




     




Llegaron por cientos ese día. Por la noche, el temporal amenazaba. Se dirigieron como hormigas a la ladera en busca de refugio. Unos cuartuchos de chante dormían abandonados en el tiempo. Las “contratas” nuevas exclamaron:

—¡Qué son esos!

Las “contratas” antiguas serenas musitaron:

—Nuestros refugios, ¡LOS CANCHONES!




III

Por un rincón de la Hacienda, metidos entre la maleza y el desperdicio que el molino de arroz a diario arrojaba, se levantaban como viejos fantasmas los Canchones. Cercados por toda laya de animales que día y noche removían las sobras, los Canchones, en terreno accidentado, parecían animales raros que querían devorar a esos tantos bichos que los molestaban.

Con traje pardusco, bañados por decenas de inviernos, como desafiando al cosmos, los vetustos Canchones, con sus techos penachos, como abiertos de brazos, recibían a sus hijos como tiernas madres.

Estaban los Canchones como zapatitos viejos en hileras, los cuartuchitos formando míseras manzanas. En la oscuridad prendieron fogatas las “contratas” para espantar culebras y ratas. Tarde de la noche estuvieron limpiando los arrabales, mientras los contratistas pasaban lista a “su gente”, acuñándolos ingeniosamente en cada cuartucho de seis o de ocho.

La Hacienda les dio el nombre de Canchones a esos reductos miserables para albergar como cucarachas a las “contratas”; pero en realidad eran nido de animales donde la culebra y el piojo, el jañape y el chinche, vivían hermanados. Los Canchones estaban hechos de paja, de caña y de chante. Sus paredes estaban trenzadas con chante de plátano; sus techos igual, semejando penachos, mirando la tierra. Por dentro eran mazmorras oscuras, con paredes ahumadas; abajo, en el suelo, sacas mugrientas que hacían de cama y abrigo; en un rinconcito, cercado de negras latas, restos de cenizas, huellas de otras pobres vidas.

A pesar de la fatiga del viaje, esa noche casi los comuneros no durmieron. Añorando a su comunidad y a su familia, compararon a sus alegres crías con aquellos niños melancólicos que en la tarde, extrañados, les habían mirado; sus campos tan amplios y sus casas, aunque pobres pero confortables, contrastaban con aquellas cuevas de ratas que la Hacienda les daba de hospedaje.

—¡Qué ajena es la vida! —dijeron—.

Y un raro resentimiento se apoderó de sus pechos.

En otra estancia, vecinos a los cholos, estaban los negros; mientras unos despiertos sollozaban, dormidos los otros gemían, quien sabe si de pena o de rabia.

Una ronca pitada estranguló el silencio de la madrugada. Los perros asustados ladraron, pasándose la voz hasta el otro extremo. Las “contratas” antiguas prendieron fogatas, mientras que las nuevas somnolientas se estiraban en la paja seca. Un baño de luz avivó los Canchones y el murmullo se hizo cada vez más intenso.

Los contratistas y sus segundos gritaban cuartucho por cuartucho para que se movieran rápido la gente. Todos desfilaban con su alforja al hombro hacia una lomita, pisándose los dedos de los pies con sus eternas ojotas.

En eso, sonó la voz gutural del enganchador más viejo:

—¡Muchachus, semus sido contrataus por la hacienda pa’ toda la campaña de arroz! Semos luchau pa’ que nos dén ésta y les vamos a pagar 30 soles por la poza del transplante (¡¡¡!!!), que vamos a empezar hoy. Hay que sacar las semillas a las bodegas de la Hacienda. Les quiero recomendar que se porten bien, que sean fieles y obedientes como manda la ley, no vayan a enfurecer al patrón, que se ha piadao dándoles trabajo, pa’ que sepan: se llama Felipe Burteo y, dios gracias, lleno de salud vive en Piura; pero todo lo ve y todo lo sabe y es por eso que conoce que ustedes son cholos y zambos rendidores y por eso les aceptau en esta su Hacienda ¡LA DINA!








IV

Las vastas tierras de la Hacienda lindaban con Ecuador, donde el río Macará separaba a los países hermanos con sus juguetonas aguas.

Las fértiles tierras, por miles de hectáreas, engendraban en su vientre el arroz y el plátano, principales cultivos de la Hacienda, junto con algunas verduras que los campesinos semilibres sembraban. Su clima tropical, de ceja de sierra, contaba con abundante agua que circulaba como sangre en las venas, por canales y pozas, haciendo mil ruidos sonoros. ¡Qué dulces y frescas sus aguas! Las florecillas rendían culto con su fragancia y mil colores, formando un conjunto hermoso con los pájaros cantores que admiraban al doliente humano. Un sol majestuoso alumbraba orgulloso a todos los seres vivientes, haciendo pujante la naturaleza.

Allá, a lo lejos, tractores roncaban, roturando los campos y ganándole al áspero bosque tierras de cultivo. La Hacienda se extendía cada día más: primero a fuerza de violencia y trampas hechas a los campesinos, que como leones resistieron, y luego al tupido bosque que se batía en retirada.

 La Hacienda se modernizaba con cartapillas, tractores y toda clase de maquinaria, diferenciando aún más a los campesinos; pero sus medios de producción eran un lunar comparado con otras Haciendas rezagadas en el tiempo.

La Hacienda La Dina tenía medio millar de jornaleros y varios cientos de contratados, que en épocas de siembra y cosecha aumentaban. Algunos eran contratados casi todo el tiempo, trabajadores permanentes que, por motivos dolosos, la Hacienda no reconocía como estables. Las peonadas eran proletarios agrícolas, diferenciados a sangre y fuego por los gamonales. La mayoría tenía solo sus brazos y vivían en covachas escondidas entre las hierbas; comían maicito, frijoles y algunas verduras que compraban, o víveres fiados en la tienda, previo descuento a final de quincena.

El día de pago, los sábados cada quince días, los jornaleros formaban grandes colas desde primeras horas de la tarde. Eran sábados de fiesta. Todos bien limpios y peinados caminaban balanceándose como patos, con sus ajenos zapatos. ¡Qué jolgorio armaban los comerciantes venidos de afuera! Las masas jornaleras, en grupos como colegiales recién iniciados, sacaban las cuentas de todo lo fiado a la Hacienda y a la tienda. El dinero de pago lo traían desde Piura en camioneta de doble transmisión, muchas veces de noche o madrugada.

Entonces, los jornaleros dormían como avispas en enjambres alrededor de la Casa Hacienda, donde estaba la oficina. Cuando llegaba el carro, era algarabía; algunos se despertaban con los brazos, piernas o pelos amarrados con piolas. Esperaban su turno y se acercaban al cobro por la ventanilla, estampando su dedo con tinta en el libro de “planillas”. Al abrir el sobre: ¡qué sorpresa! Una gorda culebra dibujada. ¡Ni un centavo! “Deuda”, con letras a máquina:
 “Gumercindo Tandazo adeuda 420 soles”.

La mayoría de las parias enganchadas eternamente se preguntaban:

 —¿Cuánto debes?

 —Haber, para ver tu culebra.

 —Ah, la tuya es más grande.

—¡Qué bandido es ese Nole, jijoeputa! —coreaban.

Nole era un joven empleado de Surpampa, que se divertía dibujando culebras y boas según la deuda de los jornaleros.

Las “contratas” llegaban a reforzar los brazos de la peonada, que hastiados varias veces se habían rebelado; pero, por ser zona fronteriza, estaban cercados por el ejército y la policía. El jornalero Tomás Quesquén y el gobernador de Surpampa, Benigno Riofrío, eran rebeldes temidos y respetados por todos los gamonales de la zona. Tomás fue expulsado de la Hacienda y se marchó a vivir a un recodo que el río había dejado. Allí sembraba sus hierbas y las peonadas lo escuchaban y admiraban. Benigno era un cholo recio, excombatiente del 41, que había desafiado a mayorales y patrones; su nombre era leyenda.

Llegaron al campo las contratas cargadas de semillas.

—¡Qué rica la tierra! —dijo un mozo.

 —¡Velay, cómo güele rico! —respondió un viejo.

 —¡Qué linda la tierra!

 —¡Qué linda la siembra! —exclamaron todos.



V

Templadas las cuerdas de nailon formando paralelas en las geométricas pozas, las manos callosas, tomando las rectas, ponían en el vientre de la tierra la simiente. Cómo se extasiaba alegre y contenta, despidiendo fragancia.

—¡Qué linda hembra es la tierra! —dijo un mozo.
 —¡Ella sabe del placer y la dicha! —dijo el viejo—. ¡Ella sabe cuando queda embarazada, y por eso es dulce y cariñosa como tierna madre!

Peonadas y “contratas” en semanas embarazaban la tierra. Cómo se hinchaba su vientre, invadiendo los inmensos campos de fragancia. Las aves del cielo trinaban danzando por los aires, celebrando la buena nueva, ofrendando una reliquia. El agua, cómplice, se reía tiritándose, y la madre tierra dejaba ver de nuevo su abombado vientre, cubierto de infinitas crías. ¡Qué regocijo para hombres y animales!

A las semanas, los campos se vestían de mantos verdes y las aves cantaban embriagadas de placer. Las peonadas y las “contratas”, perdidas en el verdor, extirpaban las malas hierbas, desyerbando hasta que se ocultaba el sol.

Los arrozales seguían creciendo y la madre que los cobijaba necesitaba cambios de agua una y otra vez. ¡Qué caliente salía el líquido elemento! Cómo iban cambiando los campos su verdor.

Cuando pintaban amarillo los arrozales, semejando al inmenso sol, las peonadas y las “contratas”, en sus covachas y Canchones, canturreaban una que otra canción. Los pájaros en bandadas, por cientos, silbaban enloquecidos, lanzándose hambrientos al festín. Cien voces y estampidos los hacían saltar por los aires malheridos. Risas siniestras de los pajareros, que con huaraca y carabina gritaban hasta quedar sin garganta, provocaban bajas a los pájaros suicidas.

La ciega y el azote empezaban. Las peonadas y las “contratas” segaban por el día, cortando con su hoz de rayo manojos de espigas. Por las noches y madrugadas, ayudados por la blanca luna y las fogatas, desafiando al agua, los necios mosquitos y el bochornoso uro, hacían manojos de espigas y azotaban contra el suelo el fruto amarillo que rendido caía en sacas de yute. Luego lo venteaban y llenaban en sacos macizos, que eran llevados en piaras a los tendales.

Cómo acezaban esos burros con su cargamento al lomo, pujaban rabiosos como las peonadas y las “contratas” en un mismo destino. Si ellos brutos tenían sus corralones en el vasto campo, covachas y Canchones eran para el ser humano.

Muy luego, los campos quedaban despojados, concentrándose los frutos en tendales y bodegas. El molino empezaba su campaña y a sonar sin descanso toda la noche y el día, a pilar el blanco fruto que caliente en flujo salía y salía. Camiones y traileres llegaban de todos los rincones, repletos de oro blanco, quién sabe hacia dónde; lo que sí se sabía era que allí no quedaba nada, menos para peonadas y “contratas”, que desde sus covachas y Canchones, mientras el temporal arreciaba, pensaban qué hacer por sus pobres vidas.

Continuará la parte 2 de Los Canchones

NMS

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