LOS CANCHONES (Parte 2)
VI
El inquieto comunero se puso de pie en el mugriento canchón que, atacado por el temporal, lloraba gotas de agua turbia. Con rostro sereno y curtido miró a su amigo negro y exclamó:
—Esta vida es un infierno, qué jodidos estamos aquí. En mi Comunidaá, malo que bueno, sobrevivimos.
—Allá en las haciendas del Alto Piura es pior con los Seminario, los Reusche, los Sheffer, los León —respondió el negro fugitivo, con rostro brilloso en el que se reflejaba el candil.
—Las tierras de mi Comunidaá en el Bajo Piura son nuestras, sólo que el Estau nos jode con impuestos, el Banco Agrario nos aprieta el gañote con sus préstamos y los comerciantes nos compran por una bagatela nuestros productos...
—Hermano Inga, tuesas tierras del Bajo Piura son inmensos algodonales; he visto que todo el mundo siembra el algodoncito, porque dejuro da plata.
—Sí que es verdaá, hermano Balto, que todo el mundo, grande y pequeño, siembra el algodón porque el Banco Agrario les da el préstamo con la condición de que siembren el algodón, igual los demás bancos vampiristas. El comunero, el campesino, siembra el algodón y ¿qué hace luego con la cosecha? Venderla. ¿A quién se la vende? A la familia Romero, que paga una miseria. Estos señoritos Romero son los que se llevan la parte del lión, se han hecho ricos con el sudor, el sufrimiento y la sangre de los campesinos piuranos...
—¡Estos Romero sí que son ricachones, hermano Inga!
—Son ricachonazos, Balto, y vinieron de España calatos, con una mano adelante y otra atrás. Me lo han contau mis taytas: dizque empezaron comerciando con sombreros de los que hacemos nosotros en Catacaos; los compraban bien baratos y los vendían bien caros, y jueron juntando plata. Luego se metieron como usureros de los campesinos, y así se jueron metiendo y usurpando tierras poco a poco; se jueron enraizando como yerba mala en el campo, comprando y agarrando tierras, comprando desmotadoras de algodón, haciendo almacenes comerciales, fábricas de aceite con la pepita del algodón, metiéndose de accionistas de bancos. Fue con el algodón que consolidaron su fortuna, es decir, con las tierras y el trabajo de los campesinos, y no con la fábrica San Jacinto, como ha tratado de engañar don Calixtro a los obreros cuando se han levantao en masa pidiendo justicia...
—Supimos en el Alto Piura, hermano Inga, de esa revuelta de los obreros de la fábrica San Jacinto...
—¿Qué les decía don Calixtro Romero a los obreros de San Jacinto amotinaos?: “Cholos, cuidao con matar a la gallina de los güevos de oro. Si piden aumentos salariales, voy a tener que cerrar la fábrica con el dolor de mi corazón, y todos vamos a perder, y ustedes más, porque se irán a la calle o a la cárcel. Decidan ya, son libres de elegir”. Pero todo era una bulda mentira. Con la fábrica San Jacinto sacaban aceite de primera con la pepita del algodón, sacaban pasta para el ganao... Los Romero obtenían superganancias reventando a los obreros con salarios de hambre. Te repito, Balto, que la verdadera “gallina de los güevos de oro” de los Romero han sido las tierras y el trabajo doloroso de los campesinos. Por tuesto que te cuento, mi Comunidaá está jodida: por un lao tiene a los ricos estranguladores y puel otro al Estau que nos oprime. Agora tú, cuéntame más de tus andurriales.
—Allá en el Alto Piura, hermanito Inga, la vida es muy dura en todas las haciendas. En donde nací, en Yapatera, es quizá la hacienda más mala. Allí a las cabezas de familia les dan un retacito de tierra pa’ que la siembren con la condición de que la familia trabaje pa’l patrón en todas las faenas de la siembra y cosecha de la caña, en la crianza y cuidado del ganao y hasta en las labores domésticas de la hacienda. Allí los capataces y mayorales te abruman de tareas que no puedes respirar. Allí la vida y el tiempo de los hombres y mujeres le pertenecen al patrón. Bajo esas bestiales condiciones no hay futuro pa’ nadie, sólo pa’ las haciendas y sus dueños que engordan y se pudren en plata sembrando de cruces los campos y los caminos.
—En mi Comunidaá tamién hay diferencias; no todo es color de rosa. Hay quienes tienen muchas tierras, hay otros que tienen un retacito y hay quienes no tienen nada.
—¿Y tú, hermanito Inga, qué tantico tienes?
—Tan sólo un retacito, hermano Balto, en donde siembro algunas legumbres y verduras. Por eso me veo forzao a ser golondrino.
—¿Golondrino?
—Sí, mi negrito, somos como las golondrinas que andan revoloteando de aquí pa’ allá en busca de trabajo; por eso hemos venido a parar a este culo del mundo.
—Igual nosotros, hermanito Inga, andamos corre caminos por tuestas tierras, como pájaros sin nido, y en todos los sitios que nos alquilamos nos sacan la chochoca; pero en mi tierra la pasamos tan mal como si juera el propio infierno.
—¿Tan malos son los gamonales hideputas en el Alto Piura?
—Sí que lo son. Es famosa su crueldaá de patrones, mayorales, capataces, verdugos que, si chistas, te acribillan a bozalazos o te muelen a palos.
—Pero hay que levantarse del suelo y defenderse, hermano Balto.
--Si les pones un dedo a un mayoral o a un capataz, te hacen carga montón todos los bandidos, te revientan a patadas, te meten al cepo y te despellejan el espinazo a chirrionzazos. Luego terminas encerrado en una cueva oscura, con hambre, sed y viviendo con gusanos, cucarachas y ratas.
—¿Has estado en esas mazmorras, Balto?
—Sí, varias veces, y no sé por qué no me morí… es que el hueso y el pellejo del cristiano son muy resistentes.
—¿Y qué comías, qué bebías?
—Bebía y comía gusanos pa’ no morirme. Las ratas me daban asco tragármelas.
—¡Taytito lindo, yo no podría comer gusanos!
—Hermanito Inga, el hombre con ansias de sobrevivir hace cosas increíbles. Los gusanos me aplacaban el hambre, la sed y me daban vida.
—¿Y los asquientos que no comen ni gusanos ni ratas, qué pasa?
—Se mueren y van a descansar eternamente a la hacienda Canillas.
—¿Muchas veces estuviste allí?
—Cuatro veces, hermano Inga.
—¿Por qué te llevaban?
—Decían que andaba calentándole la cabeza a la gente y que “amarraba la chiva”, que no ponía empeño en el trabajo de la caña, cuando nos sacábamos el ancho desde la madrugada en múltiples faenas: recogiendo leña seca del campo, dando de comer al ganao, preparando el terreno pa’ la siembra, desyerbando, cosechando… hasta la yuquita la cosechábamos por las noches y madrugadas, alumbrados por antorchas o por los rayos de la blanca luna. Andábamos en grupo y todos éramos negros chambiones y rendidores; nos queríamos como hermanos. Esa era la tirria que nos tenían los capataces y caporales, que siempre me acusaron de ser un negro cimarrón, peligroso, busquiche, rebelde y levantisco.
—En el fondo te tenían miedo, Balto, olían que podías ser en el futuro un cabecilla y levantar a la gente ante tanta injusticia.
—Pero yo, hermanito Inga, no mato ni un mosquito; sólo quiero el bien pa’ la gente, que no sufran como los cabritos guachitos sin su pobre mare que se murió pariéndolos.
—¿Cómo es que te huyiste de la hacienda, Balto?
—Fue en el último encierro. Estaba hecho un esqueleto, enfermo y moribundo, tirado en la cueva oscura. Ya los capataces me daban por muerto; mi celebro estaba calenturiento y tenía muchos sueños horribles y bonitos.
Solamente la pasaba soñando, hasta que en uno de esos sueños me convertí en un pájaro de alas gigantes y empecé a volar desde la cueva oscura hacia el azul limpio del cielo.
Volaba, volaba por los aires de prisa, sin descansar, como si el diablo me persiguiera… cuando miré hacia atrás y vi que nadie me perseguía, atonces paré en el algarrobo más frondoso del cerro más alto. Ya sosegao, divisé la hermosura de los campos floridos; el aire llenaba mis pulmones y todo mi ser se amansaba.
Desperté sudoroso, pero aliviao, con una idea fija de libertaá, libertaá… morir por ella. Entonces me hice el muerto, sin dar ninguna señal de vida. Al tercer día vinieron a verme los capataces; había fiesta y bullicio en el pueblo. Llegaron cuando la tarde moría, entraron con una antorcha que iluminó toda la cueva, gritaron todas las bascosidades que me decían siempre, resonando, requintando y maldiciendo…
Pero se quedaron paralizaos en la entrada de la cueva, como hipnotizaos por una macanche parida.
—“¡Apesta a mil demonios!”, dijo uno.
—“Güelo piol quel añás”, dijo otro con voz gangosa, quizá porque tenía las narices tapadas con los dedos.
—“Parece que el nego ha estirau la pata”, dijo otro.
—“Debe de tenel valios días muelto”, habló de nuevo el gangoso.
Luego se retiraron; yo me quedé inmóvil por si las moscas. Volvieron más tarde, renegando contra la pestilencia y los mil diablos. Entonces escuché el sonido del manojo de llaves de las cadenas; se acercaron hasta donde estaba y me pusieron la antorcha cerquita de la cara; el fuego me chamuscó las cejas y las pestañas. Hice un glan esfuelzo para no hacer niuna mueca.
—“Apesta y está más tieso que un cacho e’ toro”, dijo uno.
—“El nego a pelau el ojo”, volvió a decir el gangoso.
Atonces sentí en mis costillas las ojotas duras de un capataz que hacía rodal mi cuerpo, y sonar las cadenas que sujetaban mi pie derecho. Luego me sentí liberao de las cadenas; me envolvieron en unas sacas, me sacaron a rastras y me tiraron en un pequeño canchón solitario de la hacienda, donde se oía mejor el bullicio de la fiesta del pueblo.
Se fueron cerrando con furia la puerta de lata del canchón… ¡Era llegada mi hora!
—“Sanmaltincito de Polas”, exclamé, “ayúdame, negito lindo”.
Me levanté tiritoso cuando ya era noche cerrada, saqué fuerzas del fondo de mi alma, abrí la puerta de lata y gané la calle rengueando como un choqueco patojo, esquivando a la gente que se iba a la fiesta. Llegué arrastrándome a la choza de mi amigo Goyo; se estaba alistando pa’ la fiesta. Cuando me vido y al ver que estaba tan esqueleto y apestoso, me abrazó con todas sus fuerzas, llorando como si juera mi mare.
Me ayudó a bañarme y me dio de comer; luego se fue a buscar a Simeón y a Teódulo, mis amigos del alma, y entre los tres me ayudaron a salir de la hacienda, llevándome cargado como si fuera una criatura tiernita, por unos caminos desconocidos, pa’ burlar a los soplones.
Ya de madrugada llegamos a unas cuevas de piedra. Allí descansaron mis amigos un ratito, mientras comíamos los mendrugos y las frutas de las alforjas y tomábamos agua fresca de las limetas. Luego me volvieron a cargar y empezamos a recortar el camino hacia la montaña. Al siguiente día, por la tarde, ganamos nuestro objetivo. Allí me dejaron mis amigos, con las alforjas de los mendrugos, las frutas y dos limetas de agua; ellos se volvieron de prisa, pues el lunes tenían que estar puntuales en la hacienda.
—¿Cómo es que sobreviviste, Balto, en la montaña?
—En el primer mes, mis amigos me llevaban buenas raciones de comida los fines de semana, y algunas cosas para cocinar y sobrevivir mientras me recuperaba. El aire de la montaña me ayudó a restablecerme rápido; cuando pude caminar sin tambalearme, me interné más en la montaña y descubrí un inmenso jardín de árboles frutales: mangales, tamarindales, guayabales, papayales, cerezales… que me disputaba con los pájaros insaciables, pero había tal abundancia que comer tanta fruta las primeras semanas me dio diarrea; ese purgante fue una purificación, me ayudó a arrojar todo lo malo que tenía mi cuerpo.
—¿Y los gorilas de la hacienda no te buscaban?
—Fue un misterio, según mis amigos, pues los capataces que me iban a enterrar en la fosa se tragaron la lengua pa’ salvar su pellejo y me dieron por muerto y sepultao. Tuve una gran suerte, taytita Dios grande, Sanmatincito de Polas, pues si me perseguían los gorilas de la hacienda con sus enormes perrazos, rápido me encontraban, dado el estao de mi salú. Antonces, por rebelde, cimarrón y huidizo, me hubiesen dao de bocau pa’ sus perros, como a tantos pobres que se rebelaron huyendo de la hacienda y murieron descuartizaos por los fieros perrazos, que les habían enseñau a comer carne de cristiano.
—¿Cuánto tiempo estuviste en el monte, hermano Balto?
—Estuve más de siete años, hermanito Inga, y conocí parte de la montaña y la selva de esta zona. Ya te contaré qué vida llevé con mi triste soledaá. Pa’ distraerme y sustentarme, jugaba y cantaba con los pájaros, chupaba el néctar de las flores, buscaba panales y comía la exquisita miel, mataba lagartijas, iguanas y conejos para comer.
Cuando caía la noche, volvía a una de mis cuevas de refugio, que tenía bien señaladas y tapadas; siempre tenía fuego, me daba recelo el puma o león de la montaña. Varias veces lo vi acercarse a la cueva a olisquear y a mear en las rocas. Entonces yo salía hecho un diablo, con fogatas y tizones de candela se los tiraba, resondrándolo de todas las maneras.
El puma salía corriendo y, tan luego se iba, cerraba bien la cueva y me la pasaba en vela toda la noche; junto al fuego, estos animales son como el espíritu malo, penetran en donde no hay luz; allí, en la oscuridad, hacen sus matanzas, por eso siempre tiene que haber fuego.
—¿Y no tenías miedo con tanto peligro, Balto?
—Sí que lo tenía, hermano Inga, aunque vivir asustado era mejor que vivir esclavizado. La vida en la hacienda era como estar en el infierno: sojuzgaron a tus abuelos muertos, a tus padres moribundos, a tus hermanos lisiados… toda desgracia por culpa del maldito patrón.
En la montaña y la selva había muchos peligros, pero eras libre como los pájaros, como las mariposas, como las flores silvestres que nacen sin que nayde las siembre. Sí echaba de menos a mi mare, a mis hermanitas, a mi nega linda, que sí sabía que no era muerto, sino que era libre como el viento…
—¿Qué tenías tú, negrita, Baltito?
—Se llamaba Tatiana, hermano Inga. Era una nega hermosa, de enormes ojos dormilones; sus pestañas parecían abanicos de blanca y tenía una cinturita de avispa. Cuánto la sigo amando… y ella cuánto me quería. Soñábamos con casarnos y huir de la hacienda…
—¿Qué pasó con ella, hermano Balto?
—Ay, hermanito, no me hagas recoldar y remover la espina clavada en mi corazón. Su belleza la alejó de mí. Cuando cumplió diecisiete años, el patrón la llamó pa’ que viva en la Casa Hacienda, pa’ que trabaje como mula, pero también pa’ que sea una de sus tantas concubinas. Me mandó a decir, por medio de mis amigos en la montaña, que ella sólo a mí me quería y a nayde más; que iba donde el patrón por obligación, porque sino tomarían represalias contra ella y toda su familia. Así son las leyes que los patrones han impuesto en las haciendas, hermanito Inga…
—En mi comunidaá, hermano Balto, algunas veces los padres eligen el marido a sus hijas, pero la mayoría de las veces son las chinas las que eligen a sus cholos como esposos. Las leyes sociales son cien veces mejores en la comunidaá que en las opresivas haciendas. Cuánto lo siento, Baltito… no era mi intención hacerte recordar al gran amor de tu vida, al parecer la tuviste cuando ella era una ternerita.
—Sí, hermano Inga, ella fue mía desde los quince años y yo le llevaba seis.
—Entonces esos añitos con ella los pasaste muy bien.
—Sí, hermanito. Toda la opresión de la hacienda era llevadera por ella, y tabién porque mi neguita desde muy tiernita tuvo sueños de libertaá; me comprendía en mi rebeldía y me daba ánimo pa’ seguir adelante. Cuánto la recordé en esas noches de soledaá, cuando estaba acostado en la cueva de la montaña… parecía que patentito la veía, que se me aparecía, me hablaba y me besaba. Recordaba todos los momentos bonitos que pasamos juntos, escapados del mundo y del infierno de la hacienda, haciendo el amor en medio del pasto verde, a la sombra de los tupidos algarrobales, o en el centro de las flores silvestres que con su fragancia nos excitaban… Ohh, cómo la recordaba en las noches de luna llena, cuando se me entregaba calentita en el nido de paja que yo le hacía en medio de las fragantes resedas…
—Esos amores, hermanito Balto, se llevan en la sangre, en el alma, y viven todo el tiempo con nosotros; quedamos marcados pa siempre. Ten fe, hermanito, que seguro volverás a encontrar a otra chamaca buena, como tu Tatiana. Verás que, cuando menos lo pienses, la encontrarás: puede ser otra zamba de tu tierra Yapatera, o una chola de mi tierra Catacada, o tal vez una serrana ayabaquina de estas tierras donde nos ha trayido el destino.…
—Ay, hermanito Inga, mi herida es tan profunda… mi corazón ha quedado deshecho y no tiene ganas de volverse a enamorar, a pesar de los muchos años que han pasado.
—Hermano Balto, el tiempo… sólo el tiempo curará esa profunda herida, ya lo verás.
—Cuando estaba en la montaña, por las noches, en la cueva clarito veía a mi Tatiana; pero ahora, en los canchones, llego tan cansado que apenas me acuesto en la saca y me quedo seco dormido. Luego, por la madrugada, me levanto de un brinco, asustado por la pitada que me llama a trabajar. Ahora no tengo tiempo ni pa’ recordar a mi Tatiana, ni pa’ soñar.
—¡Nuay que permitir que nos ocurra eso, hermano Balto! Si nos quitan el recuerdo, la memoria, atonces seremos como sombras vagando por el mundo. Y si nos quitan las ganas de soñar… pior aún, porque seremos como marionetas de circo, sin alma, sin espíritu, sin dignidaá… Hay que vencer el sueño, hermano Balto, pa’ vivir, pa’ pensar, pa’ soñar, pa’ luchar…
—Me ha gustado lo que me has dicho, hermano Inga, lo tendré muy presente. ¡Nuay que desmoralizarse, hay que sobreponerse! La vida es dura pa’ las parias del campo, pero hay que levantar la cabeza gacha, enderezar el espinazo y no andar curcunchos como derrotao. Hay que sacar pecho y levantar la mirada; nuay que dejarse coger la sombra, hay que sobreponerse al dolor…
—¡Eso es, mi hermano Balto! Tú sí que tienes valor. Te has escapado de las garras de la Hacienda de Satanás, y en la montaña y la selva, durante más de siete años, has sobrevivido a todos los peligros: te has enfrentao al puma y a las culebras… y ¿también a los “indios salvajes” y matones que dicen que hay en la selva?
—Hermanito Inga, te agradezco todo lo que me dices, pero pol favol, no les digas “indios salvajes matones” a esos hermanos inocentes; ellos son como niños ingenuos y huyidiizos. Cuando me topé con ellos por primera vez, fue al tercer año de mi fuga de la hacienda.
Me interné en la selva porque vi soldados sospechosos inspeccionando las montañas. Entonces, para asegurar mi vida, atravesé pampas, bosques, quebradas y montañas, caminando semanas. A los pocos días de internarme en la selva, sentí que me seguían desde los tupidos árboles; eran unos seis y me andaban siguiendo días, hasta que nos encontramos cara a cara. Ellos llevaban sus flechas listas pa la caza. Cuando me pararon, su actitud era de curiosidad: no querían hacerme daño, porque nada les costaba tirarme un flechazo y dejame allí mismo, destripao, muelto.
Por eso les hablé desesperado, al ver gente humana en la selva: les dije “Yo soy amigo, soy cristiano”. Pero que no me entendieron ni jota; más bien se asustaron y salieron corriendo como venaos, perdiéndose en la espesura.
—¿Qué pasó, Balto, por qué huyeron?
—Lo supe al tiempo, cuando me acerqué a ellos y aprendí un poquito su lengua. Me dijeron, con mímica y señas, que nunca habían visto a un hombre nego, y pensaban que podría ser una nueva raza de mono. Pero cuando me vieron hablar, se asustaron más, y por eso se corrieron…
—¡¡¡Ja, ja, ja, ja!!! ¡Te confundieron con una mona, Balto!
—¡Ya basta, hermano Inga, por ahora! ¡Ya basta de la montaña y la selva, vayamos a las cosas serias!
—Disculpa, hermanito Balto, todo lo que me cuentas es muy serio; disculpa por reírme y decir tonterías, he sido un zonzo. Pero vayamos, como tú dices, a las cosas que hoy más nos interesan.
Pienso cómo se complicó tu vida al tener esos patrones tan malvados, cómo a los comuneros se nos complica la vida por no tener tierras de cultivo y por tener a garratierras y explotadores que tratan de socavar la comunidaá, y cómo a las peonadas aquí, en la Hacienda La Dina, se les complica la vida al ganar salarios tan miserables. Ves cómo todos somos de una misma clase y no tenemos más remedio que estar juntos, unidos en las buenas y en las malas, en las tristezas y en las alegrías, en la enfermedad y en la salud, en el trabajo y en la lucha.
—Así me gusta, hermano Inga, que no haya recelos entre nosotros, por ser negos, o ser cholos, o ser indios, o ser de otras tierras; que no peleemos entre nosotros mientras el patrón, sus capataces y mayorales pelan las muelas de risa al vernos separaos, divididos y enfrentaos. Eso no lo permitamos, hermano. A nuestra gente, hablémosle filme; también a las peonadas de la hacienda, pues algunos nos ven como enemigos porque no somos lugareños, ya que dicen que les venimos a quitar el pan, cuando nosotros trabajamos tanto o más que ellos. Tienen que comprender que todos los trabajadores somos hermanos, somos una sola familia: Contrata Negra, Contrata Chola, peonadas y demás hermanos trabajadores… todos somos uno. ¿Es verdad, helmanito Inga, o no?
—Sí, Baltito, tienes toda la razón. Por eso he conversao con gente seria de las peonadas: con Indalecio, con Porfirio, con Belisario, con los pioneros que trabajan en el platanal; se están organizando, están todavía en pañales, como perritos recién nacidos que poco a poco irán abriendo los ojitos, y más luego nos verán mejor a las contratas como hermanos.
He hablau tabién con el tractorista jefe, Seminario, hombre recorrido, serio y de lucha, y con su brazo derecho Camilo, cholo recio y legal. He conversau con el joven pión Wilson Furia, muchacho letrao, y su collera de mozos.
He conversau con el molinero Wilmer, el gigante, hombre serio y de palabra. He conversau con la gente del taller: ñor Jaime y el joven Nole, hermano del flaco Nole de la oficina, el dibujante de culebras.
He conversau hasta con los churres Chapalolla, el ayudante y cocinero de los tractoristas; y con el Chicloy, el que le da de comer a los perros de la Hacienda. Hasta con los piareros he conversau: con el serio de González, con el viejo amable de Gumercindo y con el furioso Mogolloni, hijo del bandolero Mogollón, que fue guardaespaldas del temido Froilán Alama. Se vienen organizando por lo bajo, sin que sepan ni sospechen los capataces y mayorales de la Hacienda; todo es muy reservao.
Yo tamién estoy conversando con la gente de confianza de mi canchón, hay unos jóvenes muy entusiastas y letraos.
—Yo tamién, hermano Inga, no creyas que estau con los brazos cruzaos; he conversau sobre organización en mi canchón y hay entusiasmo y miedo. Mi gente tiene poca letra y la mayoría de los negos no sabe ni mú; nunca jueron al colegio, jamás lo permitió el patrón en las haciendas del Alto Piura, y los que sabemos alguna letra nos la enseñaron a escondidas unos padrecitos misioneros.
Por eso me tienes que ayudar, hermano Inga, tus mozos letraus deben dar charlas y enseñar a leyer a mi gente. Tienes que conversar con pa’ Isaá, pues es él quien nos viene abriendo los ojos; él estuvo con gente brava de las montoneras levantadas por los montes. Te lo digo sólo a ti porque eres hermano que me inspira confianza...
—Hermano Balto, descuyda que sé guardar secretos, soy como una tumba. Es verdaá: todos tenemos que poner el hombro en esta tarea de organización y saber leer es vital; sino, ¿cómo vamos a entender los libros que enseñan cómo hay que luchar contra el patrón?
Aunque todo se puede solucionar haciéndolo en grupo, todo hombre, hermano Balto, tiene que aprender a leer y esforzarse por conseguirlo. Un hombre que no sabe leer es como un ciego en la oscuridaá, como un lisiau que no puede conocer en su totalidaá el mundo. Por eso los nuestros que saben leer tienen el deber moral de enseñar a los que no saben.
—Si, hermano Inga, deben ayudarnos en este punto flojo que tenemos nosotros los negos, no por culpa nuestra sino por culpa de los malvados patrones, que nunca quisieron poner una escuelita en sus haciendas. Agora mismo les estoy enseñando a algunos hermanos a leer, les estoy enseñando las primeras letras, el prepárame la olla con harta cebolla.
—Ya ves, hermano Balto, me vas a hacer reír otra vez.
—Pues no te rías, hermano Inga. El “prepárame la olla con harta cebolla” es el abecedario, es la cartilla, que es la base para aprender a leer; hay que conocerla bien, sino estás frito, pescadito.
—Me vas a hacer reír otra vez, hermano Balto.
—Pues no te rías, hermano Inga, quiero decir que el que no se aprende el abecedario, el que no conoce las letras de la lengua, es como muerto para la lectura. ¿Cómo va aprender a leer? Porque las letras juntas forman los sonidos, con jemplo ma-má, pa-pá; y estos sonidos que se llaman sílabas van formando las palabras mamá, papá; y las palabras forman las frases, con jemplo mi mamá; y las frases van a formar las oraciones, el sentido completo de una expresión: “Mi mamá me mima”. ¡Taytito lindo, San Martincito de Polas, cómo me acuerdo de las lecciones que me enseñó el padrecito Jaime, animitas dél que en paz descanse! Nos enseñó a leer, a escribir, hacer cuentas y a rezar.
Justamente porque aprendí a leer pude conocer más mundo maravilloso con los libros que me prestó pa’ Isaá. Hoy, por jemplo, estoy leyendo un librito que me ha prestau el rebelde Tomás Quesquén; lo tiene cachanga de tanto manosearlo y me dice que a muchos se los ha prestao. Es una reliquia y hay que cuidarla mucho, se titula A los pobres del campo, de enverdaá que es una joya. Ya te lo mostraré pa’ leerlo y comentarlo.
—He leydo algunos de esos libros y es una de las armas de mi comunidaá, que lucha desde tiempos ha con los implacables gamonales y con toda clase de gobiernos, ya sean civiles o militares...
—Hermano Inga, estos libros dizque abren los ojos de la conciencia y enseñan por donde hay que marchar. ¡Es cosa muy seria!
—He oydo, hermano Balto, a los comuneros ilustraos de que estos libros enseñan, tamién, de que en el fuego se templa el acero.
—¡Hom, hermano Inga! ¿Seremos nosotros acero?
—¿Acero? ¡Guá! Yo creyo que tamién el fuego.
—¡Si! Atom shiiii, el Tomás Quesquén dizque hay que ser reservaos porque las paredes tienen ojos y oídos.
—¡Velay, hermano Balto, calladitos, hay quir a las covachas!
—¡Si, hermano Inga, hay que unirnos a las peonadas!
—¡Si, hay que forjar la unidaá!
A MANERA DE REFLEXIÓN
Dado que La Hacienda es una novela realista, este primer capítulo, Los Canchones, nos muestra cómo los trabajadores eran contratas que carecían de los más mínimos derechos laborales, explotados sin escrúpulo. Este sistema gamonalista del siglo XX en el Perú venía desde la época colonial y marcaba la vida de campesinos, negros y chinos.
Hubo opositores a esta vil explotación, incluso entre los españoles, sacerdotes, políticos e intelectuales humanistas, muchos marginados, encarcelados o asesinados. Las masas campesinas también se rebelaron, sufriendo cruel represión: colonos, yanaconas, pongos, peones y negros cimarrones. La historia de América Latina está marcada por estas luchas y sacrificios.
Aunque con el tiempo las condiciones a penas han mejorado , la explotación sigue mientras no haya un sistema de poder y gobierno que represente a las mayorías, resuelva la dependencia económica, la tenencia de la tierra y los problemas fundamentales de la sociedad. Prácticas como el cepo desaparecieron, pero la explotación de los trabajadores temporales, llamados “contratas” o “golondrinos”, continúa.
Comparando en el siglo XXI en Europa, observamos que los trabajadores contratados sufren situaciones similares: salarios bajos, pocos beneficios, despidos constantes y una segregación implícita frente a los trabajadores fijos. Se enmascara con eufemismos como “externalización de servicios”, pero en esencia la opresión sobre la mano de obra persiste.
El relato de Balto también nos recuerda la xenofobia que enfrentan los trabajadores inmigrantes en Europa, muy similar a los celos de los lugareños hacia los trabajadores contratados en las haciendas. La solidaridad y la organización son la respuesta histórica y presente:
¡NATIVA O EXTRANJERA,
LA MISMA CLASE OBRERA!
NMS


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nicolas masias


