A la memoria de mi abuelita Clara Luz Navarro,
formidable chacarera del Bajo Piura.
La chacra de mi abuelita estaba muy cerca del río, sembrada de verduras, árboles frutales y flores. Las palomas, los pájaros cantores y las mariposas multicolores volaban bajito, mezclándose con los conejos, los cuyes y las gallinas. Una tortuga silenciosa paseaba en su caparazón a toda clase de animalitos, y los perros y los gatos eran mansitos con todos ellos. Grandes y pequeños cooperábamos con alegría en las tareas de la chacra bajo la bondadosa dirección de la abuelita.
Por las noches, bajo la luz de la luna, el olor de las resedas y el rumor del río, los tíos nos contaban los mitos y los cuentos de nuestro pueblo, mientras la abuelita, con sus manos hacendosas, nos servía choclos tiernitos con tazas de hierbaluisa.
Reinaba la felicidad en la chacra de mi abuelita —y en el conjunto de comunidades— hasta que una noche oscura apareció la manada de lobos humanos…
Vivía en una choza limpia y humilde, donde casi no había nada. Los más viejos del barrio decían que la anciana debía rondar los cien años. Su rostro moreno, lleno de surcos profundos, mostraba su larga historia; su pelo largo y descolorido lo llevaba siempre bien peinado; sus ojos, escondidos en sus cuencas, brillaban como dos luceros. Su pequeña figura caminaba descalza por los espesos arenales, y su voz, como salida de una caverna, sonaba lastimera y sonora.
La gente se preguntaba: ¿cómo vive tanto ña Lucindita sin tener nada? ¡Si su comida es de pordiosera! ¡Si a veces no come uno o dos días, quizá por vergüenza o por no molestar! Los vecinos más buenos iban a visitarla y la encontraban lavando a mano sus eternas polleras. Con ánimo tranquilo y generoso los miraba amorosamente, y a veces una lágrima traicionera asomaba en el fondo de sus bellos diamantes.
El día menos pensado, bajo un sol brillante, la encontraron dormida en la blanca arena de su choza, con un rictus de alegría. Sus ojos, aún brillosos, estaban fijos en el azul intenso del cielo.
Era una piedra tallada como para sentarse, situada bajo un árbol junto al camino que el hombre recorría cada día rumbo a su trabajo. Allí reposaba y le contaba su vida, sus penas y sus alegrías. Cuando llegó la gran crisis —esa que hizo más ricos a los ricos y trajo despidos masivos— el hombre llegaba con un miedo creciente de perder su empleo y se lo confiaba a la piedra. Ella lo escuchaba muda, sin decir nada, y él se consolaba con ese silencio amistoso y con la comodidad de estar sentado en la piedra más hermosa del mundo.
Cuando finalmente lo despidieron, fue a llorar sobre la piedra, a desahogarse hasta el último suspiro. Al calmarse, pensó que ya no volvería por ese camino, después de haberlo recorrido durante veintidós años. Entonces su tristeza fue inmensa, porque ya no se sentaría en la piedra: su confidente y fiel compañera.
Doña Chona, después de sahumar toda su casa con la oración “Entre el mal y salga el bien”, fue amonestada por doña Luz, quien le dijo que la estaba diciendo al revés y que, así como iba, estaba metiendo al diablo en su hogar. Doña Chona se santiguó sobresaltada y pasó todo el día expulsando al rabudo.
Alcalá de Henares, primavera de 2019.


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nicolas masias




