EL
JUEGO DEL GATO Y EL RATÓN
Un Gato agazapado
saltó y atrapó a un Ratón que temblaba de terror. El Gato rió siniestro y le
dijo:
-¡Juguemos a correr!
Muerto de espanto,
el Ratón no respondió, sin embargo vio brillar una esperanza mientras el Gato
lo tenía entre sus garras. Su estrategia consistió en hacerse el rengo.
-¡Qué risa me das, eh! –dijo el Gato- Corre su puedes… ¡A
ver… uno, dos, tres, ¡cojo es!... ¡ja, ja, ja!
El Ratón hizo
oídos sordos a la burla. Midió el terreno para escapar, pues el juego del Gato
era muy serio para él.
El Gato siguió
burlándose y lanzándolo para arriba. “Uno, dos, tres, ¡cojo es!... ja, ja, ja”.
Lo arrojaba y lo
recogía. En uno de esos lanzamientos, el Ratón cayó en la puerta de una cueva y
se metió veloz en ella. El Gato, sorprendido, dio un salto para atraparlo, pero
fue demasiado tarde. El Ratón se había esfumado, dejándolo con la miel en los
labios.
Una vez en su
techo, el Gato enfurecido narró el triste acontecimiento a sus amigos, quienes
se burlaron de él a carcajadas. El Ratón, por su parte, contó a su roedora
comuna la odisea vivida con el Gato.
Los maestros
ratoniles aconsejaron a los más pequeños que hasta en el último instante de la
vida debemos mostrar valor, ingenio y esperanza.
EL
GLOBO Y EL CÓNDOR
En cierta ocasión,
un niño infló un Globo que tenía la forma de un oso gigante. El Globo, lleno de
ingenuidad, creyó encarnar realmente a la fiera y se elevó por los aires hasta
las cumbres más altas, donde moran los cóndores. Creyéndose un oso fiero
desafió a las grandes aves del lugar.
El cóndor padre
llamó a su pequeño pichón y le dijo:
-Ve a jugar con esa bolita que va por los aires, pero ten
cuidado, no la destruyas.
El pichón obedeció
y fue al alcance del Globo. Éste, que se creía oso, lo miró de mala manera.
El pichón rió y le
dijo:
-Juguemos a las chapaditas.
-No me da la gana –respondió el Oso Globo contrariado.
-¡Juguemos! –insistió el Pichón.
-¡Vete al diablo! – respondió el Globo enojado –¿No ves que
te puedo lastimar con mis uñas o estrangularte con mi fuerza bruta? ¿No ves que
soy el oso fiero?
-¡Ya, ya! ¡Juguemos al oso fiero! –dijo riéndose el
Pichoncito –juguemos a la estrangulada.
Iniciando el
juego, el Globo persiguió al Pichón, pero éste era más veloz, pues tenía
libertad de movimiento, mientras el Globo estaba sujeto a los vaivenes del
viento.
-¡A que no me alcanzas! –se burló el Pichoncito- ¡Andas de
un lado a otro como un borracho!
-¡Ven acá! –gruñó el Globo-. Ahora me toca a mí. Dame
alcance si puedes.
El Pichón corrió a
su alcance y lo tocó apenas con su pico filudo, haciéndolo estallar con un
estrépito ¡Pum!
El Globo se
precipitó a tierra convertido en un simple jebe. El Pichón, asustado, creyendo
que así era el juego, evitó que el jebe cayera cogiéndolo por los aires.
Con los restos del
Globo en el pico, fue a donde su Padre Cóndor y le dijo:
-¡Mira, papá!, la bolita se convirtió en moco de pavo
habiéndome dicho que era un oso fiero.
El Cóndor Padre
tiernamente le dijo:
-Hijo, en el mundo habitamos seres grandes y pequeños y
todos cumplimos una función. No vayas nunca a creerte algo que no eres, por
ejemplo una mosca, pues morirías en los muladares.
-Yo quisiera ser una abejita para hacer panales –dijo el
Pichón de Cóndor a su padre.
-No, hijo, porque no podrías hacer miel ni vivir en los
colmenares, morirías picado por las abejas.
-Entonces –dijo el Pichón –quisiera ser un borrico para
pasear por las verdes praderas.
-Ni pensarlo –dijo el Cóndor Padre -, no podrías trasladar
pesadas cargas por el desierto ni tendrías tanta paciencia como él para
soportar al hombre. Tú le sacarías los ojos a quien te apaleara.
-¿Y si quisiera ser un tigre?- preguntó el Pichón -
¡Luciría su fuerza y su hermoso pelaje!
-¡Oh, no! –dijo el Cóndor Padre – No podrías cazar en la
espesura ni tendrías su agilidad felina, morirías peleando con manadas de
leones y pumas.
-¿Y si quisiera ser un pajarito? –insistió el Pichón
-¡Cantaría todo el día por campos y montañas!
-No –respondió el Padre Cóndor –no podrías trinar las
hermosas melodías y morirías tragado por gavilanes.
-¿Y si quisiera ser un pez para jugar en las aguas
cristalinas?- preguntó nuevamente el Pichoncito.
-No podrías hijo mío, te ahogarías en el río y morirías con
la boca atravesada por un filudo anzuelo.
-¿Y si quisiera ser hombre? – dijo por último el ingenuo
Pichón- ¡Dominaría a todos los animales y sería el señor de las ciudades!
-No, eso menos, hijo mío. No podrías arar la tierra ni
escribir poemas, ni hacer la guerra, ni traicionar a tus hermanos. Mejor
quédate como eres, Pichón de Cóndor, y luego Cóndor de las Alturas, volando
hasta llegar a las cumbres doradas y morar cerca del cielo, donde nadie te
puede alcanzar.
LOS
CABALLEROS DE LA BOLSA DE ORO
-Padre, ¿por qué hay hombres que teniéndolo todo siguen el
camino del mal?
-Hijo, primero debes distinguir qué significa “todo” para
ti.
-Que tienen todas las comodidades, todas las necesidades
resueltas y además tienen riquezas.
-¿Eso es “todo” para ti? – pregunta el padre.
-Bueno, hasta donde alcanzo a ver – responde.
-Estás errado, hijo, “todo” comprende no sólo lo material,
sino también lo espiritual, que es lo más importante.
-Entonces, ¿por qué no hay espiritualidad en quienes tienen
riquezas?- pregunta el hijo.
-Es que los ricos están ganados por la fiebre del oro, por
los placeres del mundo, y sus espíritus han encallecido. Por aferrarse al oro
cometen toda clase de crímenes y presionan a los pobres y a los pueblos. Tienen
envilecida su conciencia.
-Padre, ellos son grandes señores en este mundo.
-Es verdad, hijo, ellos para el mundo son impecables, son
los “Caballeros de la Bolsa de Oro”, creen poderlo todo y comprarlo todo. El
mundo les rinde alabanza y pleitesía como a dioses; pero viven engañados, pues
ni con todo el oro del mundo podrían comprar un espíritu puro.
-¿Y qué valor les asignas tú, padre, a esos señores?
-Su valía es negativa, son en esencia peor que los
animales. El perrito y el burrito son fieles y nobles compañeros del hombre.
¿Pero ellos?
-Son como culebras, padre.
-Así es, hijo, son como reptiles que infectan su mortífero
veneno a los inocentes, como buitres que comen la carroña y como puercos: reyes
y señores del lodazal del mundo.
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