domingo, 6 de noviembre de 2016

FÁBULAS DEL LIBRO EL TRINO EN LA SELVA (SEGUNDA ENTREGA)


EL EQUILIBRIO DE LAS AGUAS



Fábula sobre la armonía natural y la lección del justo medio

—Padre, ¿por qué siempre las aguas del río suben y bajan su caudal?
—Porque la naturaleza no es estática, hijo, y está sujeta a permanentes cambios.
—Sería lindo que siempre permaneciera en creciente —dice el hijo.
—¿Y qué te parece si permaneciera siempre en seco? —pregunta el padre.
—¡Sería horrible, no tendríamos agua, no habría pasto ni alimentos, nos moriríamos de sed!
—¿Y qué pasaría si siempre estuviéramos en crecida de río?
—¡Huy, el río se desbordaría, destruiría nuestras plantas, arrasaría con todo, ocasionaría destrucción y muerte!
—Eso es, hijo, tú lo has dicho: ambos extremos son peligrosos, por eso la naturaleza es sabia y siempre tiende a estabilizarse para que la vida florezca. Aun cuando desata su furia, lo hace en busca de un justo cauce, ya que su estado fundamental es el equilibrio.
—¡Qué maravillosa es la naturaleza, padre!
—¡Sí, es maestra de la vida! Tenemos mucho que aprender de ella en los diferentes aspectos de nuestra existencia.


Moraleja:
Aprende del río su lección sagrada:
la vida es justa cuando está equilibrada.




LA FLOR SILVESTRE

Para Silvia, entrañable amiga.

Fábula sobre la humildad y la belleza invisible

 —Soy una Flor Silvestre desconocida; solo me conocen los campos olvidados y las praderas vírgenes.
—Pero yo sí te conozco, hermosa flor —dijo un cierto pajarito.
—¿Me conoces?
—Sí, eres la más preciosa de estas praderas; en ti habita el color y la alegría.
—Y yo también te conozco, florcita —terció una mariposa extendiendo sus alas multicolores.
—¿Me conoces?
—Sí, toda nuestra familia te conoce; de tu pecho hemos bebido un delicioso néctar.
—Y yo también —dijo una abejita solitaria que revoloteaba tranquila por ahí.
—¿Es posible? —preguntó aturdida la Flor Silvestre.
—Sí, tú nos das el maná para elaborar nuestra miel; eres como una madre que nos provee el sustento.
—Y yo también te conozco —dijo con voz bronca la piedra.
—¿Tú?
—Por supuesto, florcita, tú haces renacer la vida; en tu corola palpita el arco iris.
—¡Y yo también te conozco! —gritó la nube desde lo alto, llorando gotitas de agua.
—¿Es posible que me conozcas, nube?
—Claro, eres tan bonita que me da gusto regarte. Con el día relumbras como un diamante y me señalas el sendero.
—Y yo también —dijo suavemente el viento.
—Tú, viento amoroso, ¿me conoces?
—Cómo no voy a conocerte, si cuando te acaricio con mis ráfagas, tu fragante perfume me extasía.
—¡Y yo también te conozco! —habló desde lo más profundo la Madre Tierra.
—Oh, madre adorada, tú me has dado la vida.
—Sí, bienamada, eres como una diosa; por tus poros emana la bondad.
—¡Y yo también te conozco! —retumbó la voz del cielo.
—¡Maravilla de maravillas! Tú, cielo omnipotente, ¿me conoces?
—No eres ninguna desconocida, delicada criatura; tú eres la pureza hecha belleza, la luz del sol hecha color; tú encarnas, con otros seres puros, lo bueno y lo bello en este aciago mundo llamado Tierra.
—Pero yo sí te conozco, hermosa flor —dijo un cierto pajarito.
—¿Me conoces?
—Sí, eres la más preciosa de estas praderas; en ti habita el color y la alegría.
—Y yo también te conozco, florcita —terció una mariposa extendiendo sus alas multicolores.
—¿Me conoces?
—Sí, toda nuestra familia te conoce; de tu pecho hemos bebido un delicioso néctar.
—Y yo también —dijo una abejita solitaria que revoloteaba tranquila por ahí.
—¿Es posible? —preguntó aturdida la Flor Silvestre.
—Sí, tú nos das el maná para elaborar nuestra miel; eres como una madre que nos provee el sustento.
—Y yo también te conozco —dijo con voz bronca la piedra.
—¿Tú?
—Por supuesto, florcita, tú haces renacer la vida; en tu corola palpita el arco iris.
—¡Y yo también te conozco! —gritó la nube desde lo alto, llorando gotitas de agua.
—¿Es posible que me conozcas, nube?
—Claro, eres tan bonita que me da gusto regarte. Con el día relumbras como un diamante y me señalas el sendero.
—Y yo también —dijo suavemente el viento.
—Tú, viento amoroso, ¿me conoces?
—Cómo no voy a conocerte, si cuando te acaricio con mis ráfagas, tu fragante perfume me extasía.
—¡Y yo también te conozco! —habló desde lo más profundo la Madre Tierra.
—Oh, madre adorada, tú me has dado la vida.
—Sí, bienamada, eres como una diosa; por tus poros emana la bondad.
—¡Y yo también te conozco! —retumbó la voz del cielo.
—¡Maravilla de maravillas! Tú, cielo omnipotente, ¿me conoces?
—No eres ninguna desconocida, delicada criatura; tú eres la pureza hecha belleza, la luz del sol hecha color; tú encarnas, con otros seres puros, lo bueno y lo bello en este aciago mundo llamado Tierra.


Moraleja:
Aunque el mundo no te vea florecer,
la naturaleza sabrá reconocerte y querer.





LA LUCIÉRNAGA Y LOS SAPOS


En el fondo de una oscura fosa, una familia de sapos persigue a una luciérnaga malherida. Pretenden capturarla. Con monótono croar, la multitud salta en el charco siguiendo la luz que se enciende y se apaga.
—¡Hay que atraparla, hay que atraparla! —gritan en coro.
La luciérnaga jadeante se guarece en lo alto de la fosa.
—Allí está, que alumbra y se apaga —dice el sapo más saltarín.
—Sí, allí está y no se mueve —secunda otro.
—¡Baja, cobarde! —le increpa el sapo jefe.
—¿Qué hacemos para que baje? —pregunta la caterva.
—Que venga el sapo sabio —ordena el jefe—. ¡Y que la haga bajar!
El sapo sabio llega y, con voz calma, se dirige a la luciérnaga:
—¡Baja al charco, luciérnaga! Si lo haces, te perdonamos la vida.
—¿Perdonarme la vida? ¿Por qué? ¡Si yo no he ofendido a nadie! —contesta la luciérnaga con voz suave.
—Sí, nos ofendes —dice el sapo sabio—. ¿Por qué alumbras? ¡Contesta!
—Porque así es mi naturaleza, amigo. Así como tú croas, yo brillo.
—Pues de ahora en adelante —levanta la voz el sapo sabio—, ya no podrás brillar ni alumbrar.
—¡Que ya no brille, que ya no alumbre! —corea la multitud de sapos.
—El problema es que voy a seguir alumbrando, así no lo quieran, así como ustedes seguirán croando a través de los tiempos.
—Si eres macho —ronca el jefe sapo—, baja y te la verás conmigo.
—Y si eres tan valiente, ¿por qué no subes? —interroga la bella luciérnaga.
—¡Porque no puedo volar! —contesta gritando el jefe sapo.
—Ves, hay cosas que no se pueden hacer, tú lo has dicho.
Entonces, el jefe sapo grita desesperado:
—¡Que todos los guerreros sapos lancen su veneno a la maldita!
Y todos los sapos lanzan su veneno, que solo sirve para cubrirlos de una capa espumosa.
La luciérnaga, luego de recobrar fuerzas, vuela irradiando su luz al cielo.




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